Las republicanas concitaron, si cabe, más odio y animadversión entre los sublevados que los hombres. Este sentimiento quedó perfectamente reflejado en el artículo que José Vicente Puente escribió en el diario Arriba y que tituló El rencor de las mujeres feas: "Eran feas. Bajas, patizambas, sin el gran tesoro de una vida interior, sin el refugio de la religión, se les apagó de repente la feminidad y se hicieron amarillas de envidia. El 18 de julio se encendió en ellas un deseo de venganza, al lado del olor a cebolla y fogón, del salvaje asesino y quisieron calmar su ira en el destrozo de las que eran hermosas. Y delataron a los hombres que nunca las habían mirado. Sobre cientos de cadáveres, sobre espigas tronchadas en lozana juventud, el rencor de las mujeres feas clavó su sucio gallardete defendido por la despiadada matanza de la horda. Y Dios las castigó a no encontrar consuelo a su rencor".
El modelo de mujer que debía imponerse fue definido innumerables veces por la presidenta de la Sección Femenina, Pilar Primo de Rivera: "Las mujeres nunca descubren nada; les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho"; "La única misión asignada a la mujer en las tareas de la Patria es el hogar". Este contexto de desprecio hacia la mujer en general y hacia las republicanas en particular marcó el destino de las cautivas: violaciones, humillaciones y castigo físico y psicológico para reconvertirlas en dóciles y cristianas madres de familia.
En la mentalidad machista y falsamente paternalista de los dirigentes franquistas, las mujeres no encajaban en los campos de concentración. Es por ello por lo que ni uno solo de ellos estuvo destinado al sexo femenino. Existen casos excepcionales como el de Los Almendros en Alicante donde hubo prisioneras durante los primeros días. También hay constancia de la presencia de pequeños grupos de cautivas en Cabra (Córdoba), el convento de Santa Clara en Soria, Camposancos en La Guardia (Pontevedra), los Campos de Sport de El Sardinero en Santander y San Marcos en León. Al finalizar la guerra, el campo de concentración de Arnao en Castropol (Asturias) congregó, bajo durísimas condiciones de vida, a mujeres cuyo único delito había sido ser madres, hermanas, hijas o esposas de hombres a los que se acusaba por haber huido al monte para unirse a la guerrilla antifranquista.
Salvo estos casos, fue en las cárceles donde los sublevados confinaron a las republicanas. En las provincias donde triunfó inmediatamente el golpe de Estado y en aquellas que iban cayendo en manos de las tropas rebeldes, eran separadas inmediatamente de los hombres y encerradas en todo tipo de edificios públicos que o no tenían denominación alguna o eran considerados "prisiones provisionales". En ellas pasaban idénticas penalidades que los prisioneros de los campos: hambre, enfermedades, hacinamiento, malos tratos... Pero además sufrían otro tipo de vejaciones como ser paseadas por las calles, con el pelo rapado, mientras se hacían sus necesidades encima debido al efecto del aceite de ricino que les habían obligado a ingerir. Más dramática era la situación de quienes llegaban a esos centros de reclusión embarazadas o con sus hijos de corta edad. Fueron muchas quienes tuvieron que ver cómo sus pequeños morían de inanición o por la falta de medicamentos y de atención sanitaria. Otras sufrieron el robo de sus bebés en lo que supuso el inicio de uno de los capítulos más oscuros y silenciados de la represión. A comienzos de 1940, los datos oficiales indicaban que había 23.332 mujeres encarceladas en todo el país. Historiadores como Francisco Moreno Gómez elevan esa cifra hasta situarla entre 40.000 y 50.000.