"Nos levantamos a las cinco de la mañana. Turnamos para el lugar de trabajo. Tenemos dos tajos. El primero está a 9 kilómetros. El segundo a 12. Ida y vuelta a pie. Sin calzado. De 600, más de 200 no tienen calzado alguno. Muchos de ellos envuelven los pies con sacos y así "caminan". Hace mucho frío y nos morimos de frío. No dejamos de trabajar hasta que llega la comida, que corrientemente llega de 2 a 4 de la tarde. Nos dan escasamente tres cuartos de hora para comer y reposar. Y de nuevo trabajamos hasta oscurecer. Ya de noche, volvemos a recorrer el kilometraje que nos separa del pueblo. Nuestro rancho: Algo parecido al café de desayuno. Mediodía: cazo y medio de alubias para tres y un cazo de guisado también para tres. Noche: un cazo de lentejas por individuo. Para cuando llegamos a acostarnos son siempre las diez. En enero y febrero no hemos tenido ni un día de descanso". Agustín Zubicaray, sacerdote prisionero en varios campos de concentración y batallones de trabajos forzados.
"Para extraer las piedras, teníamos que apartar más de cincuenta centímetros de nieve. Teníamos mucho cuidado para que no se nos cayeran en la cabeza, pero aun así ocurría con frecuencia debido a que estaban heladas y resbalaban y también a nuestro estado anímico. En cuanto esto sucedía, ya tenías el escolta delante, maltratándote tanto como podía [...]. En cuanto alguien caía desmayado, debido a la deficiente alimentación o al frío, la única asistencia que le daban era cuatro bofetadas bien fuertes para reanimarlo un poco, y en cuanto le levantaban, si no volvía a caerse, lo enviaban otra vez a la cadena para transportar piedras". Joan Guari, prisionero en varios campos de concentración y batallones de trabajos forzados.
"En los primeros tiempos, a los trabajadores de carreteras que solo habían manejado libros, se les llenaron las manos de llagas. No había remedio; al día siguiente empuñaban palas y picos chorreantes de sangre. Se orinaban en las manos para cicatrizárselas. Algunos se dejaban caer en el polvo a esperar la muerte, que se les mostraba propicia en los palos recibidos, uno tras otro, sobre la cabeza, en las costillas y los huesos sonaban a quebrados y la muerte llegaba llevándoles por delante algún ojo, que caía arrancado, o los testículos, que les desprendían a navajazos". Carlota O'Neill, presa en el Fuerte de Victoria Grande (Melilla), resume los testimonios que le brindaron varios compañeros que habían pasado por el campo de concentración de Zeluán (Protectorado español de Marruecos) .
"Trabajando a todo correr, azuzados a gritos y a palos, hacíamos un promedio de sesenta kilómetros diarios, yendo y viniendo cargados con cestas de tierra". Juan Rodríguez Doreste, prisionero en el campo de concentración de La Isleta (Gran Canaria).
"Cavaban las fosas comunes donde eran enterrados los fusilados. Un día que había llovido tuvieron que hacerlo entre charcos rojos, de agua teñida con la sangre de decenas de cadáveres". Ramón Fernández, relatando los recuerdos de su hermano Martín, prisionero del campo de concentración del monasterio de Corbán (Santander).
"A un compañero lo tuvieron varios días amarrado y adosado a una columna dentro de la nave. Los prisioneros que cometían una falta grave eran castigados a cavar en la vía del ferrocarril con un saco de tierra amarrado a su espalda". Manuel Vega, prisionero en varios campos de concentración y batallones de trabajos forzados.
"Trabajaron mucho allí. La gente criticó mucho que, muertos de hambre, trabajaran de aquella manera. Se dejaron la piel. Fue un trabajo faraónico. Con piquetas abrían el monte para ensanchar el camino". Testimonio de un vecino de A Pobra de Caramiñal (A Coruña) que residía junto al campo de concentración.
*Breve selección de testimonios publicados en Los campos de concentración de Franco (Ediciones B, 2019). En la obra se citan detalladamente las fuentes de las que han sido extraídos.